Vietnam, te amo (3): El olor del kumquat por la mañana

Hemos contratado una excursión que nos lleva al norte, a los Túneles de Cu Chi y, posteriormente, al suroeste, al Delta del Mekong.
Cu Chi está a unas dos horas de Ciudad Ho Chi Minh. No falta el estratégico alto en el camino —una constante en cualquier expedición organizada, descubriremos— en el que, con la excusa de visitar la happy house —eufemismo empleado por el guía— se nos suelta durante unos minutos junto a algún comercio para que nos dejemos allí unos miles de dongs. No sucede.
He visto Apocalipsis now, Platoon, El cazador, La chaqueta metálica, La escalera de Jacob. Esto no es una película, es la jungla, el terreno; son los túneles angostos por los que se escabullían los soldados del Vietcong ante la mirada bobina de los confusos marines.
Leo que hay dos tipos de túneles: los turísticos y los originales. Los primeros han sido intervenidos de alguna manera para que los interesados puedan recorrerlos. Supongo que han ensanchado al menos los accesos de los mismos.
Nos enseñan una maqueta con los distintos niveles y cámaras de los que constaban los túneles.
Nos muestran réplicas de las trampas que tendían los Charlies: tablones disimulados con hierba que, al pisarlos, se abaten y dejan al invasor en caída libre hacia largos pinchos de metal embadurnados con excrementos con el propósito de asegurarle una mortífera infección.
Continuamente se oyen detonaciones —disparos secos y ráfagas—. Se trata de un campo de tiro. Quien lo desee puede participar. En otras circunstancias tal vez lo habría hecho; pero el sonido es tan ensordecedor aun a treinta metros de distancia, que lo único que apetece es alejarse cuanto antes. Quiera Nuestro Señor Jesucristo que sea así.
El guía nos conduce a la entrada de un túnel y nos da la opción de recorrerlo. Casi todos lo hacemos. Yo recorro un pequeño tramo, de unos veinte metros. La mayoría continúa por otras ramificaciones. No siento claustrofobia, pero es incómodo: caminar en cuclillas, el aire es pesado y la presencia de la persona que va delante —una americana que se detiene a hacerse fotos— hacen la experiencia más engorrosa.
Finalizado el recorrido nos sentamos a una mesa colectiva para comer con nuestros compañeros de expedición. La americana lleva varios años danzando por ahí. Previamente ha estado en la India.

Una hora y pico más tarde llegamos al Delta del Mekong. La visita es un tanto decepcionante: el Mekong lo catamos con cuentagotas —un mísero paseo de diez minutos en sampán—. El resto del tiempo son chorradas: probar miel en tal sitio, tomar fruta mientras nos cantan unas canciones o visitar un chamizo en el que fabrican caramelos de coco; actividades todas ellas encaminadas al deporte favorito del vietnamita: intentar que sueltes tu dinero. Son como las newsletters de los blogs que ofrecen suscripción: material gratuito aparentemente inocente que, sin excepción, adjunta a pie de página una invitación a aflojar la mosca si quieres profundizar en el asunto.
Lo más reseñable de ese conjunto de actividades prescindibles es el paladeo de un chupito que contiene miel y zumo de jengibre, lemongrass y kumquat, y la ingesta de un rambután sazonado con chile. Es costumbre allí —creo que también en Tailandia, no lo recuerdo— condimentar la fruta con especias picantes. El resultado es agradable.
Por la noche, ya de vuelta en Saigón, cenamos en un magnífico restaurante vegetariano donde probamos el pho y caemos postrados ante su encanto.
2023-01-27
Si te interesa mi vida y/o mi obra, escríbeme a
rafael@sarmentero.com diciéndome simplemente: Hola
y te añadiré a mi lista de amigos.