Mi primera India (y 6): Volveré

Madrugamos sin compasión con la finalidad de acceder al Taj Mahal cuando aún no lo haya hecho la vasta mayoría.
Nos recogen Hanu y el guía. Llegamos temprano, aunque no tanto como le habría gustado a María, quien fabulaba con la cándida idea de ser la primera persona en entrar.
El día anterior, camino de Agra, Hanu nos señala un peculiar automóvil. Se trata —dice— de un coche do it yourself; o sea: un coche que no tiene detrás ninguna marca sino que ha sido fabricado por un particular. Libertad es felicidad.
Ochocientas noventa y cuatro mil doscientas veintiséis fotos más tarde parece que María ya está parcialmente resignada a aceptar la sesión como pasable. Podemos proceder a entrar en el edificio.
La fachada está ornamentada con miles de incrustaciones de piedras semipreciosas. Allá donde uno ve una flor no está viendo un dibujo, sino pequeñas excavaciones que albergan pétreas láminas policromadas.
—Ahora probablemente se os va a acercar gente para intentar venderos cosas —nos explica el guía una vez hemos salido del recinto—. Con ellos hay que actuar como los Tres Monos de Buda: no se escucha, no se mira, no se habla.
Desayunamos copiosamente en el bufé del hotel. Barajamos la opción de darnos un baño en la piscina, pero el tiempo apremia y lo dejamos pasar.
Acompañados por el guía, subimos a un autorickshaw que nos conduce al núcleo urbano de Agra.

Esta sí que es la imagen que yo tenía; 100% real. No fake: vacas, fruta tirada, moscas, monos saltarines, coches, motos, rickshaws, indios comiendo de pie frente a una cochambrosa estación de autobuses y arrojando después al suelo los cuencos de cartón donde se la han servido.
Damos un paseo por el mercado. Hay puestecillos de ropa, de comida, de herramientas de ferretería, de pasteles. Una experiencia, en su conjunto, que sacia mi apetito de autenticidad.
Entramos después al Fuerte Rojo. Bonitas vistas del Taj Mahal.
Gracias a la iniciativa de María, nuestro guía nos ofrece ir a su casa y conocer a su familia. Con esa hospitalidad propia de ciertos países que nunca están en Occidente, somos acogidos en el salón de una casa amplia y alegre. El hijo del guía, que también ejerce como tal al igual que su hermana, habla español aún mejor que su padre. Nos ofrecen té masala y viandas varias que tomamos con apetito. El perro se llama Bruno. En apenas unos minutos nos han hecho sentir como unos más de la familia. La experiencia nos colma de felicidad y de gratitud. Que Vishnu los bendiga.
El camino de regreso a Delhi lo hacemos, en palabras de Hanu, por la mejor carretera de la India. De buena es aburrida.
Nuestro vuelo sale a las tres y media de la mañana. Como no queremos llegar al aeropuerto demasiado pronto, le pedimos a nuestro conductor que nos deje en un centro comercial.
Cenamos en un restaurante que nos ha recomendado. Al salir, mientras buscamos a Hanu en los aparcamientos, se nos acercan unos perros. Solo están curioseando, pero María entra en pánico hasta tal punto que le pide al borde del llanto a un desconocido que le abra la puerta de su coche para meterse dentro.
Por fortuna, Hanu y el dueño de la agencia aparecen enseguida.
En la autovía de Agra a Delhi he leído en un cartel:
Thank you. Visit again.
Y, sí, desde luego que
quiero volver. Queda mucha India por descubrir. Queda Udaipur,
queda Bombay, queda Goa, queda Kerala, quedan las islas
Andamán y, sobre todo, queda Benarés. Benarés.
2023-05-14