Mi primera India (4): No estamos joyeros en Jaipur

De buena mañana nos conducen a Amber, ciudad que colinda con Jaipur.

Pienso en 9 príncipes en Amber, videojuego al que dediqué varias horas en mi infancia. Se trataba de un juego conversacional basado en una novela, español, confuso y de mala calidad, en el que apenas llegué a prosperar. Ya en España compruebo que ese Amber no tiene nada que ver con el de la India.

Hemos contratado un guía que nos ofrecieron en la agencia. Habla español, o algo parecido. Dice que su hermanó se lo enseñó en seis meses. Como en las parodias televisivas, abusa del infinitivo en cada oración.

No soporto los guías. Detesto que me den la matraca con yottabytes de información histórica que olvidaré en yoctosegundos. Lo que importa —ya lo he dicho— es el presente y, a lo sumo, el futuro. Quien olvida su historia está condenado a repetirla. Palabrería. Está demostrado empíricamente que conocer su pasado no impide a las naciones repetirlo.

El pozo es bastante interesante. Consiste en una excavación de decenas de metros donde las paredes constan de escaleras de piedra múltiples. Cuando el nivel del agua baja, se descienden más tramos para recogerla.

La siguiente parada es en una tienda y taller de gemas.

—Hay que preguntar porque no estamos joyeros —dice nuestro guía confundiendo el ser con el estar.

María busca una pulsera para su ahijado, a petición de la madre de este. Yo estoy a punto de comprar un bloque de cuarzo citrino cuyo fulgor me embelesa. Pero los veinte euros de nada que cuesta se me antojan de repente un precio excesivo para aquellas latitudes.

Tras la gastroenteritis de templos amberinos renunciamos al Palacio Real. El sol justiciero que dispara rayos ortogonales nos impele también a renunciar al observatorio astronómico.

Oh, Jaipur, ciudad rosa. Tengo frente a mí el Palacio del Viento. Es tal y como debía ser.

Vemos el edificio del cine. Tuvo su mejor momento en los años setenta, nos informan.

Guía y conductor nos quieren repatriar a una hora irrisoria. La perspectiva de una tarde perdida en la piscina del hotel nos descorazona, especialmente a María, que rechista, protesta, reclama que le quiten la tarjeta roja.

—La excursión del día duraba siete horas —arguye Hanu, o el guía, ya no lo recuerdo—. Pero si no habéis querido entrar en el Palacio ni en el Observatorio, pues son tres horas menos.

A regañadientes conceden llevarnos de nuevo a la parte antigua de la ciudad. Quizás para subir en un rooftop, como les hemos propuesto.

Finalmente dedicamos el tiempo a callejear por los soportales y mercados próximos al Palacio del Viento, experiencia ésta mucho más gratificante que ver templos.

La expresión facial del guía cuando le damos la propina sugiere que tal vez haya sido excesiva.

Lo primero que le dije al conductor cuando subimos a su coche dos días atrás en el aeropuerto era que me gustaría ver un Ambassador.

—No es fácil, ya apenas quedan desde hace unos años.

Pero Ganesha me sonríe junto al parabrisas.

—Mira, ahí tienes un Ambassador —señala Hanu.

El automóvil es azul. Y es mágico.

En la terraza del hotel María y yo compartimos un thali para la cena.

2023-05-02

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