Mi primera India (2): Ciclorickshaw

Nuestra primera visita en Delhi es a la mezquita Jama Masjid, en Vieja Delhi.

Un recinto amplio, mármol y arenisca roja, minaretes.

Un individuo lava platos en un grifo de agua que forma parte de una serie de grifos que discurren alegremente tras un muro de baja estatura. ¿Por qué están ahí esos grifos? No lo sé. Viajo para descubrir cosas que no entiendo.

Según la Lonely Planet el perímetro de la mezquita puede albergar a veinticinco mil sujetos.

Al salir, por iniciativa de nuestro conductor, María y yo montamos en un ciclorickshaw que nos adentra en los bulliciosos intestinos del barrio.

Obras, comercios, viandantes, cables gruesos y finos trenzados como gusanos muertos sobre nuestras cabezas.

La siguiente parada es en el templo sij Gurdwara Bangla Sahib. Es un edificio blanco de asufleadas cúpulas del color del oro.

Para acceder al templo hay que descalzarse; y no vale con quitarse los zapatos y quedarse en calcetines: los pies han de permanecer descubiertos, planta contra suelo, para asegurar el contagio de tinea pedis. Miles de dedos de todos los colores, olores y sabores interpretan su coreografía fúngica por el templado y en ocasiones caldoso pavimento.

Durante este viaje tomo mis notas en tarjetas índice de tres por cinco pulgadas. Cada día introduzco tres o cuatro en el bolsillo izquierdo del pantalón. En el derecho alojo la Kaweco Brass Sport que me acompaña allá donde vaya desde hace siete años. La única alternativa digna a la estilográfica es un Parker Jotter completamente metálico.

Una mujer que dice ejercer de guía toma el fular que acostumbro llevar en climas calurosos y lo anuda sobre mi cráneo a modo de turbante.

El conjunto del templo cuenta con un estanque. Los fieles hacen allí sus abluciones. Algún intrépido incluso bebe de su corruptas aguas.

El conductor —Hanu, en torno a los sesenta años, pelo y bigote teñidos de negro, arito de oro en cada oreja— nos acerca a la Puerta de la India. Se trata de un arco de piedra como podrían ser la Puerta de Alcalá, el Arco del Triunfo y otros tantos. El lugar no parece tener mayor interés, así que enseguida estamos de nuevo en la carretera.

De Delhi me sorprende su relativa limpieza, su relativo orden, su relativa similitud con una gran ciudad occidental. Digo relativa porque es evidente que está tatuada con el marchamo indio; pero, al menos en la que a Nueva Delhi se refiere, las diapositivas distan de esas otras que secuenciaba mi proyector mental, con vacas, heces, moscas, mutilados y leprosos arrastrándose entre las ruinas de una ciudad descoyuntada.

Hacemos una nueva parada en la Tumba de Humayun, donde nuestro atolondramiento nos induce a ignorar que en esa extensión también se encuentra un palacete que presenta algún tipo de semejanza con el Taj Mahal, leeré después en la guía.

Me extraña no ver a los indios manejando móviles antiguos. Los suponía con antediluvianos teléfonos Nokia y, sin embargo, no veo un solo aparato que no sea similar a los que tenemos en el mundo desarrollado.

Nos llevan a comer a Connaught Place. El restaurante acabará resultando nuestro favorito del viaje. Las lentejas ahumadas —dal makhani— son especialmente sabrosas.

Hanu nos esperará con el coche aparcado frente al restaurante mientras nosotros damos una vuelta.

Los soportales alojan tiendas de marcas conocidas —Parker, Reebok—. Algunos pedigüeños enrarecen un poco el ambiente y generan una atmósfera algo crispada. Esa tensión acaba por asfixiar a María cuando una vieja huesuda de mirada extraviada se acerca a una pareja y empieza a tocarla.

Nos hemos perdido y eso no contribuye a la serenidad de mi alarmada novia. La tranquilizo diciéndole que no hay nada de lo que preocuparse. Que vamos a encontrar a nuestro conductor más temprano que tarde. En definitiva: que se relaje y disfrute porque está todo bien; no hay nada que temer.

Noto que mis palabras resultan balsámicas. La tensión se afloja. Mis proféticas palabras transforman la potencia en acto y al cabo de unos minutos ya estamos junto a nuestro vehículo.

La pierna de Hanu asoma por la ventanilla y me veo obligado a repetir el saludo para sacar al susodicho de su destartalada siesta.

Ya estamos dentro del coche cuando una vieja enjuta de ojos luciferinos —acaso la misma de antes— nos da toquecitos en el cristal —toc, toc— para que le demos algo de dinero.

Su insistencia es cansina. La sofisticación de su acoso va in crescendo y alcanza su apogeo cuando pega la cara al vidrio de tal modo que su nariz se nos dibuja como un calamar espachurrado.

—¿Por qué dijiste que no hay que darles dinero? —quiere saber María.

—Porque si se les da dinero nunca van a dejar de pedirlo —explica nuestro conductor.

Unos tres cuartos de hora más tarde llegamos al Templo del Loto. Ni siquiera sabía que existía.

Allí un joven nos indica que su novia quiere hacerse una foto con nosotros. Esta gente no saldrá de su país —conjeturo— y esto debe de ser lo más parecido a viajar que tienen a su alcance.

2023-04-30

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