Crónicas rumanas (y 5): Como dormirnos en medio de una fiesta

M2 se da un segundo y último baño en el mar. Yo me quedo en una tumbona, protegido del sol por una sombrilla. La contemplo en lontananza, inmóvil, la mirada perdida en el horizonte. Está reflexionando.

El tren nos lleva de regreso a Bucarest. Almorzamos en un restaurante bastante chic que nos recomienda R. Tomo polenta, queso y zacuscă, un pisto de berenjena, pimiento rojo, cebolla y tomate, al que me he aficionado.

Bucarest —su centro histórico, al menos— presenta una decadencia muy asiática. Hay vetas de abandono intercaladas con otras de modernidad. Nada que ver con La Habana. Esto confiere al paisaje urbano una heterogeneidad de la que —imagino— carecen otras zonas erigidas a partir de cuadriculados, impersonales edificios grises enfermos de comunismo.

A veces veo una película acabada y digo: Ufff, qué mal. Me pasó con Manhattan. Pero dio igual, resulta que al público le gustó. Y otras veces logro hacer lo que de verdad quería hacer y a la gente no le interesa nada. Cosas que pasan. Es mejor no pensar en ello. Haces la película, la sacas y a por la siguiente. (El País, entrevista a Woody Allen.)

Poco después, en una cafetería de la Calea Victoriei, M2 y yo nos abrazamos y nos queremos, y a M2 se le saltan las lágrimas bajo la furtiva mirada de los camareros que apuran los últimos minutos antes de cerrar el local.

El taxista que nos lleva al aeropuerto tiene ganas de palique. Nos pregunta de qué equipo somos y, cuando respondemos que del Barcelona, nos recuerda la derrota que le infligió en Steaua de Bucarest en la final de la Copa de Europa del año de gracia y del tigre de mil novecientos ochenta y seis de nuestra era. Él no había nacido; su padre se lo contó. A mí también me lo contó mi padre. Yo sí había nacido, pero todavía no era el yonqui del fútbol que en años posteriores fui.

En el vuelo de vuelta a Madrid, milagrosamente y al igual que sucedió en la ida, M2 y yo conseguimos no tener que compartir con nadie la fila de tres asientos. En lugar del inexistente ocupante, M2 coloca su bolso y propone que, como los modélicos pasajeros que somos, le abrochemos el cinturón de seguridad, cosa que hago.

La diferencia entre tener miedo a volar y no tenerlo es pensar que tu avión se va a estrellar o pensar que no se va a estrellar. Parece una verdad de Perogrullo, pero hay ahí enjundia. Dale una vuelta. Genki desu. Arigató.

Dormimos durante las cuatro horas que dura el vuelo. Eventualmente nos despertamos y observamos con un ojo abierto y otro cerrado el extraño trasiego que reina en el avión: gente que se levanta y se sienta, que viene y que va, que cambia de lugar. Es como si nos hubiéramos dormido en medio de una fiesta.

En el fondo, un provocador es alguien que te está preguntando qué capacidad tienes de respetar a quien no piensa como tú.

2019-10-15

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