Crónicas egipcias (5): Una habitación con vistas al Nilo

—Chavales, siento el show —me disculpo con los hijos de La Familia, término con el que nos referimos a los cuatro componentes de una familia de bien que viaja con nuestro grupo.
María y yo hemos tenido una acalorada discusión en el vestíbulo del Intercontinental Cairo Semiramis.
Pero eso sucede por la noche. Antes hemos amanecido en Asuán, nos hemos subido a una barca y hemos visitado el Templo de Philae —más piedras, más columnas, más jeroglíficos—, ubicado en la isla fluvial homónima.
Me compro Desafío a la identidad, de Paul Bowles. Hace tiempo que quiero leer algo de Bowles, y cuando he sabido que este libro de viajes recoge su paso por Costa Rica me he hecho con él.
De Costa Rica habla poco. Apenas nada. Tan solo recoge en un capítulo su relación con un loro de allá. Pero no importa, porque también habla —mucho, como es lógico— de Tánger y de Marrakech. También de Tailandia y de Ceilán —Sri Lanka para los feístas—. Y, además, está editado en tapa dura, cosido y con camisa. No hay nada superior a un libro con tales características. Todos los libros deberían editarse así y en formato electrónico. Nada más. Nada de tapa blanda, nada de formato bolsillo. Esto ya lo he dicho muchas veces, pero nadie me hace caso. Luego vendrán los llantos.
Hoy, cuando en teoría cualquiera puede viajar a cualquier sitio, el libro de viajes tiene otra función; el énfasis se ha desplazado de los lugares en sí al efecto que éstos tienen en la persona. El libro de viajes se ha vuelto, por necesidad, más subjetivo, más
literario.
Lo más reseñable de Philae: gatos. Multitud de gatos: peleones, somnolientos, mayoritariamente con hambre. Merodean entre las sillas de la terraza de un bar.
De Philae nos llevan a una tienda en la que hacen y venden perfumes. Unos minutos de paripé y vuelta al autobús.
Nos despedimos de Samir y entramos en el aeropuerto que, pese a su reducido tamaño, goza —o adolece, según el ańimo de quienes lo sufrimos— de más medidas de seguridad de las que yo he visto jamás en un aeropuerto. Dos muestras: nos hacen pasar por dos escáneres y a María le confiscan unas tijeritas de liliputiense que no podrían decapitar una margarita y que habían escapado de todos los controles hasta el momento, incluyendo el primero por el que ha pasado hace unos minutos.
Llegando a El Cairo cabeceo denodadamente para intentar ver las pirámides desde la ventanilla del avión, mas mis empeños son vanos. Tal vez se encuentran en el otro flanco.
Nos recogen en un autobús que habrá de depositarnos a las faldas de nuestro hotel. Y es en este trayecto en el que la fiesta da comienzo.

Nuestro guía de El Cairo —treinta años todo lo más, porte chulesco— menciona nuestros nombres. Levanto la mano. Se acerca.
—Vosotros os vais a alojar en el hotel Conrad.
—No, nosotros tenemos contratado el Semiramis. Con vistas al Nilo —dice María.
—Ya, pero es que está completo. El Conrad es de una categoría similar.
Bueno —pienso—. Estará bien también, supongo.
—No, no —niega María—. Nosotros hablamos con la agencia y nos aseguraron que nos íbamos a alojar en el Semiramis. Con vistas al Nilo. Que para eso pagamos un extra.
El tío empieza a poner caritas.
—Pero es que están todas las habitaciones ocupadas ya.
—Me da igual —replica María—. Problema de ellos, no nuestro.
Cuando el chaval se aleja para hablar con otras personas, María me hace la siguiente confesión:
—¡El Conrad es una porquería! ¡Es un hotel viejísimo! ¡No tiene nada que ver con el Semiramis! ¡No pueden hacernos esto! ¡Voy a escribir a mi madre para que llame a la agencia, que la llamada desde aquí es carísima! ¡Yo sé que a ti todo te parece bien y no vas a hacer nada, pero yo no me puedo quedar sin mi habitación con vistas al Nilo, es mi sueño desde siempre!
Mientas su madre habla con ellos desde Madrid, un compañero del grupo —que Dios te bendiga, señor Polo— que dispone de Internet en su teléfono chatea con la agencia en nombre de María.
—Ya hemos llegado al Conrad —dice el representante de la agencia en la Tierra—. Tenéis que bajaros aquí.
—No nos vamos a bajar —le espeto, concienciado con la causa que hay que defender a cualquier precio—. Nosotros tenemos contratado el Semiramis. Hablamos con la agencia, ellos contactaron con el hotel y nos garantizaron que tendríamos habitación. Nosotros nos vamos a alojar allí.
El fulano nos regala otra carita. Coge el móvil y hace sus llamadas.
El Semiramis está bien. Es moderno y elegante, a pesar del oxímoron. Están tocando el piano. Alguien nos comenta que dentro hay no sé cuántos restaurantes.
De alguna manera nos hemos enterado que los padres de La Familia, que en principio no tenían habitación con vistas al Nilo, ahora sí la tienen. Sospechamos que les han otorgado la nuestra en un intento tan torticero como salomónico de restituir el agravio del crucero, consistente éste en alojarlos en una habitación de unas características muy inferiores a las pactadas.
El guía habla con un recepcionista y vuelve a indicarnos la imposibilidad de ubicarnos allí por falta de disponibilidad.
—Vamos a hacer una cosa —propone—. Vamos al Conrad. Y, si no os gusta la habitación, yo voy a hacer todo lo posible para conseguiros una aquí.
—¿Y por qué no haces ya todo lo posible? —le pregunto.
María me dice que va a subir a ver cómo es la habitación que les han dado a los hijos de La Familia.
Cuando baja no es muy discreta y debilita nuestra posición:
—Es horrible —sentencia sin moderar el volumen de sus palabras.
El guía interviene de nuevo:
—Yo os garantizo que os va a gustar la habitación del Conrad. Es mejor que la que os podrían ofrecer aquí.
—No —me niego—. Nosotros lo hablamos con la agencia y nos aseguraron que teníamos una habitación reservada aquí.
Soy firme como una secuoya californiana. Nos han engañado. Y me niego a ceder ante su negligencia, su incompetencia o su mala fe, lo que quiera que haya propiciado este contratiempo.
Y de repente, la catástrofe: María, haciendo sonar por el hall las ruedas sempiternamente faltas de aceite de su maleta azul, enfila hacia la salida.
—Vamos al Conrad. Él dice que está bien la habitación —resuelve alegremente.
Me quedo de piedra. Me embarca en esta batalla que, en puridad, es más
suya que mía —no nos engañemos: a mí, en un principio, si la habitación
era equivalente, tanto me daba un hotel u otro—, me pone en Modo
Pesadilla —véase videojuego Doom—, en estado mata o muere
intentándolo
, con la adrenalina saliéndome a borbotones por los
ojos como cuando me chinaba jugando al fútbol en la liga de
Vélez-Málaga y ahora, inesperadamente, va y se alía con el enemigo.
—¡Tú no te vas al Conrad, después de que me has hecho luchar a muerte por tu causa! —mascullo tomando el asa de su maleta.
Ella me empuja, también fuera de sí.
En plena escalada cortisólica, el mequetrefe de la agencia cairota nos pide que nos calmemos, que estamos en el vestíbulo de un hotel, y bla, bla, bla.
—No estoy hablando contigo —o algo así, le suelto.
María, alteradísima, llama a su madre por teléfono para explicarle la persona tan horrible que soy.
—Cada uno que continúe el viaje por su cuenta —dice—. Yo me voy al Conrad. Tú te quedas aquí.
—Vale —le contesto igual de molesto, pero algo más sereno.
Como por ensalmo, las aguas regresan velozmente a su cauce y enseguida estamos como si nada, yendo hacia el Conrad con un amiguito del guía, quien nos ha prometido que la habitación que nos van a dar tiene el Nilo delante de nuestras narices, a tiro de piedra. Si la habitación del Semiramis es tan mediocre como María señala tampoco tenemos mucho que perder.
El Conrad tiene más años que La Tana, que dicen en mi pueblo, pero goza del encanto de lo vintage. Me gusta. También tocan el piano.
Sin embargo, cuando nos muestran la habitación, me cierro de nuevo, con razón.
—Esto no es lo que nos han prometido. El Nilo está muy lejos y ahí a la izquierda. Nos han dicho que estaba justo enfrente. Tu amigo nos ha mentido.
Vuelta al recibidor. A esperar a que nuestro nuevo guía —mucho más considerado y complaciente que el macarra anterior— encuentre alguna otra habitación que ofrecernos.
Llamo a la agencia española. Me dejo treinta y tantos euros en una llamada de cinco minutos.
María les confiesa que vamos a airear la tomadura de pelo en las redes sociales. No, no es una amenaza, aclara. Es un gesto de altruismo que solo busca evitar que potenciales clientes caigan en sus ponzoñosos tentáculos.
El guía aparece con un gerente del hotel. Nos acompañan a ver otra habitación.
Ésta es aún peor que la anterior. Abajo tenemos el tejadillo cutre de un restaurante. El Nilo no se puede ver sin conseguir antes unos prismáticos y sin padecer después una tortícolis.
El tercer intento nos conduce a una habitación que está razonablemente mejor. El Nilo discurre en diagonal, cierto. Pero se ve una franja mucho mayor. A la derecha, además, se observan los tejados destruidos de los edificios de El Cairo. Bonita estampa.
Para mayor satisfacción, las dimensiones y cualidades de dormitorio y baño son superiores a las de las otras habitaciones que nos han enseñado. No en vano, estamos en la planta vigésimo cuarta; la más alta. Las habitaciones buenas —executive floors, ésas que precisan acercar la tarjeta al panel de los botones para poder subir en ascensor— comienzan en la planta vigésima.
Y, sin embargo, con el diccionario en la mano, el Nilo no está justo
enfrente
como nos prometieron, por lo que sería de justicia —o, al
menos, digno de duda razonable— que nos reembolsaran el suplemento que
hemos pagado para disfrutar de tal privilegio.
Esto es lo que trato de conseguir hablando con el de la agencia por teléfono; con tan mala fortuna de que mi intento es malinterpretado por María como una renuncia a la habitación, por lo demás magnífica.
—¡No, nos quedamos la habitación! —grita desaforada, mientras aprieto el teléfono contra mi oreja tratando de escuchar lo que me dice el individuo desde España.
Incapaz de escuchar más de dos sílabas conexas, paso entre el guía y el gerente, me encierro en el baño y echo el pestillo.
¡Plak, plak, plak!
Aporrea la puerta María.
—¡No canceles la habitación! ¡Como la canceles esto se ha acabado entre tú y yooo!
Como sigo sin poder entender lo que me dice el otro, le pido que me mande por escrito que nos va a reintegrar el suplemento que hemos abonado.
Finalmente, el guía que nos acompaña nos indica que la habitación es de las mejores del hotel —cierto—, que cuesta no sé cuántos cientos de euros la noche —probablemente cierto— y que es mucho mejor que la que nos iban a dar por lo que hemos pagado. Nos pide a cambio que firmemos un papel en el que declaramos que renunciamos a pedirles reembolso alguno. En el fondo sabemos que es un trato justo. Y eso es todo lo que queríamos.
Bajamos a cenar a un restaurante libanés —aquel cuyo tejado divisamos unos minutos atrás—. Es tarde. Todo el mundo ha cenado ya. Somos los únicos clientes. Los camareros son muy simpáticos.

De vuelta en nuestra habitación, duchados, perfumados y algodonosamente abrigados con albornoces blancos, salimos a la terraza a saborear la épica victoria.
Soy feliz. He defendido a mi familia y he ganado. Lo sé yo, lo sabe María y, lo mejor de todo, también lo saben los de la agencia.
2022-04-10
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