Crónicas egipcias (4): Abu Simbel y el Poblado Nubio

El sonido del teléfono de la habitación me despierta: las tres y media de la madrugada.
Apenas he dormido un par de horas, pero la expedición a Abu Simbel no espera a nadie. Ni siquiera a mí.
Hasta el último momento no las tengo todas conmigo: en un blog de viajes hemos leído que el autocar hace la ruta escoltado por un convoy policial. Y eso, cuando menos, da que pensar. Además, la excursión está mal proporcionada —unas siete horas en la carretera entre la ida y la vuelta, frente a menos de una en el destino— y no es demasiado económica.
Con todo, el Síndrome del Monte Fuji gravita sobre mi cabeza y mis
esfuerzos por espantarlo resultan siempre vanos. Ya que has llegado
hasta aquí —me regaña— ¡¿cómo vas a dejar escapar esta oportunidad?!
¡Es muy posible que nunca vuelvas a estar tan cerca!
Tiene razón. Y yo siempre he querido ir a Abu Simbel.
En el bar de la tercera planta me tomo un café con nuestros compañeros. Recojo la bolsa para el pícnic que nos han preparado por encargo de la agencia, dejo atrás el ferry y subo al autobús.
A pesar de lo poco que hemos dormido —o acaso como consecuencia de ello— nuestros compañeros sacan a la calle hasta al último soldado de las tropas de la euforia. Otros, como yo, autistas del insomnio, nos hacemos una bola y, parapetados por un manto de silencio, deseamos que este desplazamiento concluya cuanto antes.
—Vamos a echar las cortinas —dice el guía de pronto, puesto en pie, caminando entre los asientos—. Cerramos las cortinas de este lado.
Este lado
es el mío.
Corremos las cortinas.
¿Qué ocurrirá? ¿Será una medida un poco inocente para evitar convertirnos en blancos de los disparos de los terroristas? ¿Buscará con este gesto que el autobús sea visto como un vehículo sin pasajeros?
Unos minutos más tarde escucho a una compañera del grupo comentar que, por lo visto, se debe a que están rezando, lo que confirmo al vislumbrar furtivamente a un musulmán incorporándose en la cuneta.
El autocar hace una parada junto a una especie de cafetería. Hace frío. Amanece. Estamos en el desierto.
En la bolsa de pícnic ya no queda gran cosa. Era todo bastante rudimentario: panecillos blandos, mermelada, aceitunas, agua; provisiones un tanto alocadas, como si se hubiese producido un apagón en la cocina.
Por fin llegamos. El lago, inmenso, lo pinta todo de azul. Hay un sendero que sigue todo el mundo.
Con el lago a la derecha, se hace evidente que los colosos deben de hallarse tras los montículos de la izquierda.
Mi sensación al descubrir sus perfiles es de satisfacción por el
logro cosechado. Ya está, ahí los tienes.
Son ellos y no otros. Están aquí y no están en ningún otro lugar.
Las proporciones no son muy diferentes de las esperadas. Paradójicamente —o consecuentemente— esa confirmación me decepciona. De lo que más aguardamos la sorpresa es de lo predecible.
Dentro del templo hay setecientas veinte mil cuatrocientas ochenta y dos personas, de las cuales solo hay una que no se está haciendo selfies y soy yo.
El interior está bien, aunque tampoco corta la respiración. Al
menos tiene interior, no como el de Petra
, observa mi
estilográfica cuando compongo estas líneas.
El templo dedicado a la diosa Nefertari se halla al bies, a unas decenas de metros. Es aún más modesto.
María ha hecho bien en no venir. Se habría muerto de miedo con el incidente de las cortinas y con la velocidad excesiva con que nos hemos desplazado. Los templos la habrían dejado indiferente y ahora mismo se estaría flagelando por haber malgastado casi cien euros, repitiéndose que es tonta, que ella ya lo sabía.
Aún quedan quince o veinte minutos para que iniciemos el regreso, así
que aprovecho para ir escribiendo un poema mentalmente cuyo primer
verso dice: Abu Simbel no vale noventa y cinco euros
.
El regreso se hace menos gravoso que la ida pero, una vez llegados a Asuán, el autocar ha de dar una interminable vuelta para depositarnos en el lado correcto de la calzada.
Por la tarde, unos pocos del grupo subimos a una faluca que nos transporta hasta el Poblado Nubio.
Al ritmo del tambor, bailo un poco sobre la cubierta y hago un rato el tonto.
—No te pega —dice María una vez más.
En el poblado visitamos superficialmente la casa de una familia. Nos invitan a té con menta —o hierbabuena— acompañado de pan, queso y miel.
Las vistas desde la azotea son magníficas.
Tienen un cocodrilo de tamaño razonable dentro de una especie de piscina amurallada coronada por una reja. También tienen algunas crías de cocodrilo que la gente puede coger en brazos. Si me presto a ello es porque nos informan de que los cocodrilos, una vez superan cierto tamaño, son conducidos al lago y liberados allí.

Caminando por las callejuelas del poblado, un camello molesto con su conductor le propina una coz a una inocente mujer que pasea junto a uno de los tenderetes. Al parecer ha golpeado su pierna y ahora está llorando mientras es atendida por un pequeño grupo de personas.
Por la noche, bailes nubios en el ferry. Pero en estos ya no participo.
2022-03-24
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