Budapest, Bratislava, Viena (y 3): Viena

Leo sobre las Ondas de Elliot. Tengo la impresión de que son como las cuartetas de Nostradamus: un intento de adaptar la realidad a la hipótesis en lugar de al contrario.

El tren me deja en la Estación Central de Viena, al sureste de la ciudad.

Le digo: Hay dos tipos de persona: las opinadoras y las que viven y dejan vivir. Y está claro a qué grupo pertenecemos cada uno.

Palacio de Belvedere. Instituto Cervantes. Iglesia de Karlskirche. Karlsplatz y su estación de metro. Edificio de la Ópera. Mozart Cafe ahora, donde se dice que Graham Greene escribió El tercer hombre, novela que el autor inglés concibió con el único propósito de usarla como base para escribir el guión de la película homónima. El Danubio era un río grisáceo, liso y fangoso, que se veía a lo lejos.

Pido la Apfelstrudel, bañada en crema de vainilla. Absolutamente deliciosa.

Palacio de Invierno de Sissi, creo.

Hipercomunicación. Si existe opción de roaming no es viajar.

Parque al pie de la Iglesia Votiva. Segunda vez en unos minutos que veo un grupo de jóvenes jugando al roundnet.

Un colgado pidiendo dinero. No hablo alemán, pero ya se ha dicho que el ochenta por ciento de la comunicación es no verbal. Ningún parque sin su colgado. O colgados, porque ahí va otro con su mochila, su lata XL de cerveza y un rítmico caminar errático que tiene algo de marcial.

Demasiado Spaniard.

Check in en el hotel y rumbo a la calle Josefstädter. En esta calle se ubica la residencia donde María vivió sus seis meses de Erasmus.

Metros que recorren puentes verdes que cruzan sobre carreteras.

María pide que hagamos videoconferencia. Móvil en mano, me introduzco en el edificio aprovechando la entrada de una pareja de jóvenes. María y su madre observan con regocijo y nostalgia los tétricos pasillos que aquella tantas veces transitó.

Alentado por mi novia, alargo mi excursión hasta Rathauspark.

Lo más reseñable de este parque son las infinitas filas de bancos que acotan los senderos que sesean su césped.

Están celebrando algún tipo de fiesta o evento de masas. Hay música y puestos de comida. Un plato de arroz con verduras recarga mi energía.

Entro en la librería Shakespeare & Company. Mucho más pequeña que la versión original parisina, pero también dotada de encanto. Las siete menos cuarto en el Reloj Anker.

La catedral es peculiar, con dos águilas enfrentadas sobre el tejado. En la esquina de enfrente compro unas galletas Manner para María por encargo de esta. Muy bonita la caja, pero tienen aceite de palma.

No obstante, Peterskirche es bonita cuando el sol se ha marchado.

Noto un ligero dolor de garganta. Algo no va totalmente bien en mis amígdalas. Entro en un restaurante asiático próximo al hotel y ordeno una sopa para intentar atemperar dicha molestia. Un plato de sushi vegetariano completa la jugada.

Como no dispongo de medicamento alguno —y, en caso de tenerlo, dudo que lo usara por mi habitual renuencia a recurrir a analgésicos, que no curan sino que enmascaran los síntomas—, hago gárgaras con bicarbonato y con pasta de dientes, con la esperanza de que este preparado urdido en la botica de mi Medicina Extrema acabe con los amenazantes patógenos.

Me despierto mejor de mi dolencia. Ingenuamente pienso que la he derrotado. Horas más tarde se pondrá en entredicho mi exceso de optimismo.

De todos los bares, en todos los pueblos del mundo, ella entra en el mío, dice Humphrey Bogart en Casablanca. Sucede lo mismo a primera hora de la mañana, solo que no se trata de un bar, sino de un hotel, y ella es un compañero de trabajo que me encuentro haciendo check out en el mismo momento en que yo he bajado a la recepción a hacer lo propio. Es curioso, porque tenía la intuición de que en este viaje me encontraría a alguien conocido.

Obligada es la visita al Palacio de Verano de Sissi, o Palacio de Schönbrunn. Aparte de por lo icónico del edificio, porque fue aquí donde se perpetró el mejor robo de joyas de la historia: Gerald Blanchard desatornilló con disimulo la urna que contenía la Estrella de Sissi, abrió ligeramente una de las ventanas y, por la noche, saltó en paracaídas desde una avioneta para descolgarse después desde la azotea y ejecutar el hurto. Para sortear el mecanismo que comprobaba la presencia de la joya, sustituyó esta por una réplica de bisutería adquirida en la tienda de recuerdos del propio palacio. Compensó su escaso peso colocando unas cuantas monedas en su parte de atrás y logró engañar al sistema.

Otro largo paseo me lleva a uno de los últimos hitos del viaje: el Prater: el parque de atracciones donde se ubica la legendaria noria de El tercer hombre.

La noria lo malo que tiene, no es que no viene de ti, que también; es la publicidad de IKEA. El azul y el amarillo acribillan cualquier conexión posible con la memoria sentimental.

Ignoro si tendré vértigo porque nunca me he subido a una noria que no fuera de diminutas proporciones, cuando niño.

Al menos las cabinas están pintadas de rojo y conservan un aspecto clásico.

Desde el cénit se observa la ciudad y el verdor y, allí abajo, esas hormiguitas a las que se refería Orson Welles en la película.

En la cafetería en que rememoro estas andanzas suena música reggae y yo debo de estar haciendo algo mal porque no estoy en Tahití.

Miles de pasos más tarde hago cola en el Café Sacher. Transcurre una horrible cantidad de minutos hasta que el camarero me ofrece una mesa y pruebo la célebre tarta. Muy buena aunque, si me dan a elegir, no me quedo contigo, que también; me quedo con la Apfelstrudel.

Lo último que hago en Viena, alentado nuevamente por María, es visitar las peculiares casitas de Hundertwasserhaus.

El avión despega a las siete de la mañana. Contando el tiempo de antelación con que hay que presentarse en la puerta de embarque, el que tardaría un taxi en conducirme al aeropuerto y el que inevitablemente dilapido al final de cada jornada desde que me meto en la cama hasta que apago la luz y me duermo, la noche de hotel se explicaría mediante apenas tres horas de sueño. Unos rápidos cálculos evidencian que la operación no produce un ratio beneficio partido por perjuicio aconsejable.

De modo que paso la noche en el aeropuerto; caminando, leyendo, viendo un vídeo de Jaime Bayly y desayunando a última hora. El dolor de garganta ha vuelto a aparecer y al día siguiente tengo un vuelo a Faro con María que, en vista de mis condiciones de salud, no sé si podré efectuar.

2023-09-10

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