Budapest, Bratislava, Viena (1): Budapest

No es escapar de
. Es escapar a
.
El adjetivo magiar
hace referencia a aquello de origen húngaro. Pero en una segunda acepción alude a la habilidad con que un futbolista mueve la pelota para ejecutar el regate —la gambeta, que diría un argentino—. Este doble sentido, esta polisemia, no puede ser casual.
El autobús deja atrás el aeropuerto. El centro de Budapest está cada vez más cerca y, de repente, el cielo ha sacado la ropa de cama de invierno y me preocupa que la ciudad, a la que tengo por animada, se me vaya presentando ahora con la tristeza ordenada de una herboristería.
Por suerte no es así y, a pesar del cielo ceniciento, el júbilo irrumpe en forma de tranvías amarillos, trolebuses rojos y desordenados viandantes con una misión en la vida.
Al atravesar el pasaje subterráneo que cruza por debajo de la carretera —en Budapest abundan estos prácticos pasadizos— un aroma a canela caliente sube de dos en dos los peldaños de mi olfato y abre de golpe las puertas de la cocina de mi cerebro. El olor proviene de un puesto en el que despachan chimney cake, una torre hueca de un palmo, de hojaldre duro recubierto de azúcar y otras coberturas que uno quiera añadirle. El mismo o parecido dulce lo encontraré días después en Bratislava bajo el nombre de trdelnik.
Fiel a mi costumbre de conocer la mejor librería de la ciudad me presencio en una de las más valoradas: Bestsellers. Confirmo que tiene carisma. La cubierta de Amarilla me seduce.
Almuerzo en Vegan Garden, que se encuentra en los bajos de un edificio: goulash vegano —estupendo— y unas patatas asadas con no sé qué historias que están bastante buenas.
Un paseo ligero me conduce al Central Cafe, cafetería mítica, con solera y clase, decoración Art Noveau, en la que, al ver en la carta que sirven té matcha, me acuerdo de mi amigo monsieur Xerez.
Un dueto de violín y piano interpretando Strangers in the night, tema musical con que Dragó clausuraba cada programa de Diario de la Noche. Siento la comunión de los tres: arriba, en el cielo, el Padre: Dragó. Y sus dos vástagos —mi amigo jerezano y servidor de nadie— abajo, en la tierra.
Este viaje lo hago en solitario.
La soledad no consiste en estar sin nadie. Si eso fuera todo, su atractivo sería menor. La soledad consiste en pasar tiempo con una persona muy interesante. Y, por añadidura, sin que nadie os interrumpa.
Desayuno en Tel Aviv Cafe. Judíos ortodoxos —kipá, prendas blancas y negras, absurdos tirabuzones— solos, con mujeres, con hijos. Humus con rodajas de berenjena rebozadas y huevo duro laminado. Café con leche, libreta y pluma estilográfica.
Biblioteca Nacional de Hungría, Iglesia de Matías, Parlamento al fondo. En algún momento, supongo, Castillo de Buda.
Jornada de caminatas largas. Ecos de Seúl por el kilometraje inducido a las suelas de mis zapatillas, estas Converse negras —mis primeras Converse— que agotan ya sus últimos días.
Isla Margarita. La fluvial del Danubio, claro, no la de Venezuela. Pasos y más pasos y Baños Széchenyi.
Taquillas, duchas, sandalias, pies en aguas remansadas, adocenamiento, sol, sauna, la innegable fealdad de los cuerpos.
A última hora hago una segunda tentativa de incursión en el New York Cafe —por la mañana estaba demasiado lleno—. Semiexitosa: me sientan a una mesa, me toman la comanda, pero transcurre media hora sin que el café con helado de vainilla se materialice en mi mesa. Serena, sibilinamente, abandono el local.
2023-08-24
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