Adiós, casa; adiós, trabajo

Dos cambios significativos en mi vida: cambio de trabajo y cambio de casa.

Con respecto a lo primero, rescindo mi contrato con una consultora luego de catorce años, para entrar a trabajar en otra más grande. ¿Los motivos? Desarrollo profesional y salario. El orden es alfabético.

Con respecto a la segundo, me mudo a vivir con María. La casa está recién reformada. Baste decir que les quitamos el precinto a inodoro, microondas, lavavajillas, horno, nevera y lavadora. Dejo el piso en la que he vivido casi siete años: Siete Tres Siete, como lo he bautizado en virtud de su ubicación y en evidente guiño al modelo de Boeing.

Las paredes del despacho doméstico de José Luis Garci tienen gotelé. Las de mi casa también lo tienen; pero no es mi casa, es La Casa de las Hormigas, y me tengo que marchar tras una estancia de apenas unos días. Dos mudanzas seguidas es más de lo que un individuo puede soportar sin convertirse en un minimalista radical.

Ni El filo de la navaja ni Servidumbre humana ni Soberbia: nunca he podido con Somerset Maugham, cuyos libros abandono en las primeras páginas muerto de tedio.

Ejemplo en el que un alumno supera a su maestro: David Peace vs. James Ellroy. Peace produce una prosa trufada de pasajes repetitivos hasta el absurdo. Sin embargo, no me resulta aburrida. De Ellroy, por contra, solo he sido capaz de terminar uno de sus libros.

La decoración del salón se la cedo amablemente a María. Le hace ilusión, puesto que ella nunca ha tenido una casa propia y sueña con poder imprimir a la estancia un estilo moderno, con paredes blancas, muebles de diseño y grandes volúmenes de aire listos para ser atravesados. Todo lo contrario de lo que a mí me gusta: paredes de color —posiblemente salmón— atiborradas de cuadros, mobiliario antiguo y toda suerte de quincallería saludando desde los ángulos más inesperados.

Mis libros, por tanto, no tienen cabida en el salón. Y en las reducidas dimensiones de mi dormitorio —María y yo disponemos de una habitación cada uno, eso de dormir juntos nos parece una incomodidad innecesaria— hacen imposible su colocación. Me veo obligado, pues, a deshacerme de ellos. Por primera vez en mi vida dejo de concebir mi biblioteca como un continente de espacio ilimitado cuyo contenido puede únicamente crecer. Ahora no solo dicto la finitud de dicho contenedor sino que cerceno sus dimensiones: me deshago de nada menos que doscientos sesenta y siete (267) libros aplicando ese concepto que pensé que nunca aplicaría llamado depurar la biblioteca. Otra tarea de padre, que diría mi amigo Karim.

María me regala una caja de mochis japoneses.

Tiro libros dedicados por sus autores —tomo la precaución de arrancarles antes las páginas con las dedicatorias—.

Tiro libros que me han gustado relativamente y libros que no me han gustado nada.

Tiro libros que no he leído que sé que no voy a leer.

Tiro todos los libros sobre bolsa. Tiro todos los libros sobre póquer.

Tiro muchas novelas y unos cuantos poemarios.

Ahora mi biblioteca es más pequeña y, en términos relativos, mejor.

Ahora mi escritorio es una mesa baja, me siento sobre un zafu y duermo sobre una colchoneta de yoga. El Proyecto Chashitsu —véase Sano y salvo en Shibuya ha alcanzado su madurez.

2022-09-27

Si te interesa mi vida y/o mi obra, escríbeme a diciéndome simplemente: Hola y te añadiré a mi lista de amigos.